Uno de esos desconocidos especiales era la chica que solía saludarle todos los días desde la gran casa de la esquina de la calle. Era una de las pocas casas de las que Sebastián no tenía ni idea de quiénes eran los dueños.
Nunca había nadie fuera y casi creía que estaba abandonada por la vista del patio delantero. Lo único que demostraba que alguien vivía allí era la chica que se asomaba a la ventana del segundo piso y le hacía señas.