Con el tiempo, Derrick se dio cuenta de que Rusty se había convertido en algo más que un compañero. Era un símbolo viviente de resiliencia, alguien que había sobrevivido a las duras condiciones del refugio pero que seguía ofreciéndole amor. Derrick, a su vez, encontró momentos de esperanza en el cuidado del perro, vislumbrando un destello de propósito en un horizonte por lo demás sombrío.
Con el paso de las semanas, Rusty recuperó la chispa juguetona. Derrick ahorró una parte de sus escasos ingresos para comprar mejor comida para el perro. Se aseguró de que dieran pequeños paseos alrededor de la manzana, forjando una suave rutina que los ancló a ambos. Poco a poco, el pelaje de Rusty se volvió más brillante y su cola se movía con más frecuencia.