A sus treinta años, Carla trabajaba duro, haciendo malabarismos con varios empleos para llegar a fin de mes. El bar era su ancla, un lugar que amaba a pesar de sus dificultades. Al crecer en esta pequeña ciudad, siempre había soñado con algo más: viajar, vivir aventuras y experimentar la vida fuera de su rutina diaria.
A Carla le encantaba trabajar en el bar. No se trataba sólo de las propinas que le ayudaban a pagar las facturas, sino también del sentido de comunidad que encontró allí. Rodeada por el sonido del tintineo de las copas y las risas, se sentía como en casa, aunque a veces se sintiera vacía.