John adoraba a su hija y fomentaba su imaginación. Creía que sus cuentos eran una forma de compensar la ausencia de sus hermanos y la atención dividida de sus ocupados padres. Caroline se sumergía a menudo en su mundo de aventuras ficticias y John, que apreciaba el tiempo que pasaban juntos, participaba con entusiasmo en sus juegos imaginativos.
Se había convertido en una parte muy apreciada de su rutina padre-hija. Un día, Caroline llegó a casa del colegio rebosante de ilusión, con los ojos brillantes al contarle que había encontrado a su hermana gemela -Anna- y que se había convertido en su mejor amiga.