Era un día cualquiera para Emily. Había ido al colegio, había pasado un par de horas en casa de su mejor amiga Stephanie terminando los deberes y ahora volvía a casa. Tenía antojo de cafeína y decidió pasar por su cafetería favorita, un lugar acogedor situado cerca del instituto.
Emily entró y se dirigió a su mesa habitual, al fondo. Era su pequeño santuario, lejos del murmullo de las conversaciones y el tintineo de las tazas. Se sentó, dejó la bolsa a su lado y pidió lo de siempre: un capuchino mediano con extra de espuma.