Los pensamientos de Tula giraban en espiral más rápido de lo que su respiración podía contenerlos. Se agarró a la manta del hospital como si pudiera mantenerla unida. Esto no era cáncer, no este silencio, esta ambigüedad. Era peor. Nadie diría la palabra. Nadie la miraba a los ojos. Su contención ya no era profesional, era cruel.
La habían ingresado «en observación», como si fuera una formación nubosa que esperaban clasificar. Las pruebas se sucedían. Extracción de fluidos. Los monitores pitaban. Cada respuesta sólo suscitaba más preguntas. Pero cuando preguntaba -preguntaba de verdad- se encontraba con el tipo de silencio que no se produce por no saber, sino por elegir no decir nada.