La mente de Tula se agitaba mientras miraba fijamente a la puerta, esperando a que llegara el médico. Los minutos se alargaban, doblándose bajo el peso de demasiadas pruebas, demasiadas respuestas cortadas. Ashley estaba sentado a su lado, con los dedos entrelazados y la mirada fija en el suelo. Ninguno de los dos hablaba. No había nada más que decir.
El médico llegó cinco minutos después, aunque parecieron más. Esta vez no llevaba historiales. Sólo una placa con su nombre sujeta con demasiada pulcritud a la bata y un peso detrás de los ojos. Tula no le pidió que se sentara. No le saludó. Sólo le dijo: «Dime la verdad»
El corazón de Tula traqueteó en su pecho y no pudo oír nada por encima de sus ensordecedores latidos. El médico hizo una breve pausa antes de hablar. Luego habló y, por un momento, Tula pensó que no le había oído bien. Se le revolvió el estómago antes de que su mente se diera cuenta. Miró a Ashley, pero la expresión de su hija ya se había derrumbado.