Cada minuto que los intrusos pasaban dentro podía significar daños o pérdidas para los objetos de valor de los que él era responsable. Al colgar, Henry tomó aire y entrecerró los ojos mientras observaba el edificio. No le gustaba la idea de entrar solo, pero tampoco podía permitirse el lujo de sentarse y esperar.
El tiempo corría y tenía que activar la alarma silenciosa: bloquearía las salas de alto valor y aseguraría todas las vitrinas, lo que le permitiría ganar unos momentos preciosos hasta que llegara la ayuda. El pulso de Henry latía con fuerza mientras se deslizaba por la esquina y se acercaba al mostrador, donde el botón de la alarma silenciosa estaba al alcance de la mano.