«No puede ser. ¿De verdad eres tú?» Exclamó George, sacudiendo con su voz la quietud del atardecer. Sus ojos recorrieron el corral y se fijaron en la silueta familiar que estaba cerca de la valla. Era Trueno, su preciado semental, el mismo caballo que había desaparecido sin dejar rastro ocho largos meses atrás.
Por un momento, George se quedó inmóvil, incapaz de comprender lo que estaba viendo. Su corazón latía con fuerza, la incredulidad se apoderaba de él. Después de tanto tiempo, tras semanas de búsqueda infructuosa y noches llenas de dudas, Trueno había vuelto. Pero cuando el alivio se apoderó de él, algo hizo que George se detuviera. Su euforia vaciló y fue sustituida por una sensación de inquietud.
«Espera», murmuró para sí, frunciendo el ceño mientras daba un tímido paso adelante. Había algo en la escena que no encajaba. Trueno estaba de pie, tranquilo, con el cuerpo reluciente bajo la luz mortecina. Pero justo detrás de él, apenas visible en el crepúsculo, había algo más. George parpadeó y su vista se ajustó al entrecerrar los ojos en las sombras.