A Stacey se le heló la sangre cuando su mirada se posó en la mesa de la cocina. La pila de papeles -estaba segura- no estaba donde la había dejado la noche anterior. Se le aceleró el pulso y el miedo se apoderó de su mente. Viviendo sola, sólo había una explicación: alguien había entrado en su apartamento.
Su primer instinto fue llamar a la policía, pero la duda detuvo su mano. La puerta estaba cerrada y no había señales de que hubieran forzado la entrada. Ya se imaginaba su respuesta desdeñosa. Un escalofrío recorrió su espina dorsal al darse cuenta de que su casero había estado aquí, violando su santuario.
El miedo, agudo y paralizante, se apoderó de ella durante un instante antes de transformarse en una rabia hirviente. Se estabilizó y su determinación se endureció. No lo permitiría. No permitiría que su codicia y su malicia destruyeran la paz por la que tanto había luchado. Su santuario había sido invadido y estaba dispuesta a contraatacar.