Sabía que conducir con aquel tiempo era peligroso -las carreteras heladas y la escasa visibilidad hacían que cada curva fuera traicionera-, pero la urgencia que sentía en el pecho era mayor que el riesgo.
No podía dejar morir al cervatillo, no después de todo. El viaje parecía un delicado ejercicio de equilibrismo. Allan quería correr hasta el veterinario lo más rápido posible, pero las carreteras resbaladizas le obligaban a moverse con cautela.
No dejaba de mirar al ciervo, cuya respiración era superficial e irregular, y el tic-tac de su estado le hacía avanzar. Navegó por las carreteras sinuosas, con una visibilidad de apenas unos metros por delante. Cada vez que el coche se deslizaba, aunque fuera ligeramente, el corazón de Allan latía con más fuerza.