No había tiempo que perder; la tormenta no haría más que empeorar, y la cría de ciervo, atrapada en la valla, no aguantaría la noche en condiciones tan brutales. La idea de que se congelara allí fuera le inquietaba profundamente.
Allan sabía que no podía quedarse de brazos cruzados. Se abrigó una vez más, con más determinación que miedo. Caminó penosamente por la nieve hasta el cobertizo de su patio trasero, con el viento azotándole la cara mientras rebuscaba entre sus herramientas y suministros.
Las manos de Allan temblaban cuando sacó un martillo de la estantería desordenada, el metal frío contra sus guantes. Romper la valla parecía la opción más segura, tanto para él como para el cervatillo. No podía arriesgarse a manipular demasiado al cervatillo; el olor humano podría hacer que la madre lo rechazara, en caso de que regresara.