Este intercambio silencioso y curioso creaba un delicado vínculo que la impulsaba a seguirlo hacia las profundidades del bosque. A medida que Avery se acercaba al alce, el asombro de la multitud se convertía en desaprobación. «¡Esa mujer ha perdido la cabeza!», gritaron, mezclando preocupación e incredulidad.
Sin inmutarse, Avery susurró: «A la mierda. Voy a hacerlo», y se alejó de la seguridad de la parada de autobús. Abriéndose paso entre ramas y hojas, Avery se adentró en el denso abrazo del bosque. Los árboles parecían darle la bienvenida a un mundo misterioso y desconocido.