Tras su muerte, Lena se sumió en la desesperación. Se encontró sola y sin hijos. Negándose a aceptar su nueva realidad, prácticamente se aisló del resto del mundo.
Pero con el tiempo se dio cuenta de que no podía seguir así. Un día, cuando se miró al espejo, apenas reconoció a la persona que la miraba. La pérdida le había pasado factura, convirtiéndola de una joven alegre en una versión frágil y envejecida de sí misma, privada de cuidados y amor.