Sus ojos se posaron en la pata trasera del animal, donde una rudimentaria trampa de alambre de espino había cortado profundamente su carne. La sangre se adhería al metal y manchaba el suelo. A Jacob se le revolvió el estómago de rabia. Alguien lo había hecho. Alguien lo había abandonado a su suerte.
Avanzó lentamente y susurró con voz tranquilizadora, tratando de que su presencia no resultara amenazadora. Los ojos oscuros del alce se clavaron en él, abiertos e inseguros. Se arrodilló con las manos temblorosas y empezó a cortar con cuidado el alambre que rodeaba la pata.