«No podemos quedarnos aquí», murmuró Wade, guardando el diario en su chaqueta. Mirando al alce, intentó una suposición desesperada: «Sabes adónde ir, ¿verdad?» Aunque le pareció absurdo -hablarle a un animal salvaje-, creyó que el alce lo entendía. El alce balanceó su enorme cabeza, apuntando con la nariz hacia el oeste.
Dejaron atrás el campamento y se abrieron paso entre la maleza más espesa. Wade se agarró a una rama robusta por si surgían problemas y siguió adelante a pesar del cansancio y el miedo. El alce avanzaba penosamente, deteniéndose de vez en cuando a olisquear el suelo. A veces gemía de dolor, pero seguía adelante.