Jacob era un hombre de mediana edad que vivía en una pequeña cabaña a las afueras de una ciudad montañosa. Aunque se había criado en medio del caos de una metrópolis en expansión, el sereno aislamiento de este pequeño pueblo le había atraído hasta aquí hacía una década.
Durante diez años, Jacob había compartido su apartado refugio con Bernie, el escuálido perro que había encontrado temblando bajo el porche el día que compró la casa. El vínculo que forjaron era irrompible, forjado en el silencio y la lealtad, una compañía tan firme como el bosque que los rodeaba.